Un gato y el arte
Luis Sepúlveda
Alguna vez, hace más de cuatro décadas, un burgués arruinado cerró definitivamente las puertas de su “palazzo” en Casaprota, un tranquilo pueblo de la Sabina, muy cerca de Roma y muy lejano en el tiempo. Cerró la puerta tras sus pasos, tal vez murmuró un adiós al mar de olivos que rodean el pueblo y se marchó para siempre.
Pero no vio que, antes de cerrar la puerta, un gato entro al palazzo y se quedó ahí, solo, deambulando como un fantasma de cuatro patas por las habitaciones de espléndidos muebles y retratos de rostros serios.
Pasaron los días, y tal vez el hambre y la sed lo hizo bajar los muchos peldaños esculpidos en la piedra que llevaban a la gruta, a la cámara subterránea, seca y de aire purísimo donde se conservaba el vino en los toneles y el queso en una urna cavada también en la piedra.
Tal vez comió restos de queso y a falta de agua bebió los restos de vino que goteaban de un tonel. Tal vez. A mi me gusta pensar que se dejó llevar por una dulce embriaguez y así se durmió para siempre, al pie de un tonel de madera.
Más de cuarenta años más tarde mi amigo Renato Vivaldi y la Asociación Cultural Sabinarti abrieron el palazzo y lo convirtieron en una residencia de artistas.
El gato sigue ahí, momificado, dormido al pie de un tonel para siempre. En su silencio escucha las voces de los artistas finlandeses, checos, brasileños, colombianos, y de otras nacionalidades que llegan al palazzo para disfrutar del sereno paisaje de bosques y olivares e inspirarse.
Y el caserón, como no podía ser de otra manera, se llama Palazzo del Gatto.